Llueve a cántaros.
No sé por qué ha sonado hoy el despertador. Juraría que lo había desconectado. De todas formas, ya estaba despierto cuando su molesto pitido invadió mis oídos. Llevaba casi una hora tumbado boca arriba, con la vista clavada en el blanco techo de la habitación.
Aunque hoy no ha sido la primera vez que he tenido problemas para dormir, hacía tanto tiempo desde el último día que me pasó que, aun en este momento, me sorprende darme cuenta de que me había olvidado por completo de esa sensación. Incluso he girado la cabeza hacia la mesilla un par de veces para cerciorarme de que el bote de Valium seguía ahí, donde lo dejé después de tomar la última “dosis”.
Con un dolor de cabeza que no se manifestó hasta que me incorporé, me dirigí hacia la ducha, me desnudé y, sin paliativo alguno, dejé que un chorro de agua helada impactara sobre mi piel. Es una sensación maravillosa. Mientras el cuerpo se entumece, la mente está en pleno estado de consciencia, gritando por los millones de agujas heladas que se clavan sin misericordia. Es estar cayendo en una especie de sopor hipotérmico y, al mismo tiempo, estar más despierto que nunca…
Mientras desayunaba un café con unas cuantas galletas integrales (una de sus putas manías que se me ha pegado), he puesto la radio. Un locutor de tono catastrofista, cuyo nombre ni sé ni me importa, daba una noticia insustancial sobre no se qué de unos campos magnéticos… la verdad es que no he prestado mucha atención a sus palabras. Tras la ducha fría, mi mente estaba embotada.
Otro día de mierda, y ya van… ni se sabe.
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