He perdido la cuenta de los paseos que he dado por la casa a lo largo del día, y, sin embargo, me cuesta resistirme a seguir haciéndolo.
Llevo poco menos de dos años viviendo en este ático, cerca del lugar donde se encontraba nuestro “ex gran despacho”. Nada más llegar aquí, elegí cada detalle del diseño con una meticulosa premeditación. Nada de fotos, ni de muebles elegantes, ni de ostentosos elementos decorativos… nada que no sirva únicamente para cumplir su función. Todo el piso desprende una frialdad digna de una mala película de ciencia ficción futurista.
El único detalle que puede parecer caprichoso es el enorme ventanal que cierra la terraza. Esa cristalera, además de constituir una pesadilla para la empresa de limpieza y mantenimiento del edificio, es un palco desde el que se puede contemplar el palpitante corazón de Valladolid. Cuando me asomo, la ciudad bulle de actividad bajo mis pies, bajo un sol que ilumina hasta el rincón más pequeño del piso, o una capa de nubarrones que me hace sentir en el ojo de un huracán.
Me paso las horas muertas frente a la ventana, recorriendo con la mirada el denso fluir del tráfico del Paseo de Zorrilla, a pocos metros de la fuente-reloj de aguas cristalinas que precede a la hirsuta y colorida vegetación del Campo Grande, enmarcada por altas vallas negras.
Cuando llegué no me hacía a la idea de lo mucho que necesitaba vivir en un sitio así, y dormir en una habitación a cuyas paredes no se pegara ningún recuerdo. Más que el dueño, soy el fantasma de la casa.
Sin embargo, hoy lo he vuelto a recordar todo. Gemma caminando descalza por toda la casa (otra de sus putas manías que se me han pegado), el horrible jarrón que nos regaló su madre, nuestro antiguo dormitorio, Álvaro…
Hace tan solo unos minutos que me detuve en el cuarto de baño y me miré al espejo. Tenía dos profundas ojeras y el rostro sin afeitar. En ese momento me he dado cuenta de lo que mi cerebro andaba rumiando durante todo el día: mi vida ha dado un giro de ciento ochenta grados en los últimos dos años. Me he alejado tanto del camino que debería estar siguiendo que ya estoy irremediablemente perdido.
Ahora solo me queda un piso semivacío e impersonal que cada vez me cuesta más pagar, un trabajo que pende de un hilo y un somnífero para cada noche.
¿Qué más se puede pedir?
Sigue siendo una lectura muy interesante.
ResponderEliminarAbrazo