domingo, 19 de junio de 2011

Día 8


La medianoche es ya un recuerdo lejano. Aun así, acabo de llegar a casa. Lo lógico sería quitarme este incómodo traje negro y meterme en la cama ahora mismo, pero tengo mucho que escribir. Ha sido un funeral de lo más interesante.

Esta mañana estaba algo tocado por la desafortunada reunión que tuve ayer con mi padre, pero, a pesar de ello, me he obligado a tomar mi ducha helada y enfundarme en un traje con corbata negra y gafas de sol incluidas. Hace ya dos años desde la última vez que vi a Ricardo. Aunque en la facultad llegamos a ser buenos amigos, nuestra relación se volvió más trivial y esporádica con el paso de los años. De todas formas, me sentía en la obligación de asistir a su funeral, aunque solo fuese por los viejos tiempos.

Además, tenía una enorme curiosidad por saber más cosas sobre el misterioso incidente.

José Antonio Villalobos, al igual que mi padre, no nació en Madrid, pero no dudó en mudarse allí para gestionar con más comodidad su patrimonio. Su lugar de procedencia, no obstante, se encuentra en Finisterre, mucho más cerca de la casa en la que apareció el cadáver de su hijo. Aun así, Ricardo iba a ser enterrado en el cementerio de La Almudena. Mientras enfilaba la A-6 con mi coche, un Volkswagen Passat negro, me preguntaba cuántas cámaras de televisión pulularían por la zona.

Sin embargo, poco después de bajar del coche me olvidé de estos pensamientos. Estaba enfilando una ancha calle, enmarcada por dos hileras de árboles altos y robustos, cuando me fijé en un elegante BMW aparcado frente a la acera. Me resultaba demasiado familiar. 

Cómo no, mis padres estaban saliendo de su interior.

No me hizo mucha gracia tenerles delante después de lo sucedido ayer, pero no me quedó más remedio que guardar las formas y caminar junto a ellos hacia la ornamentada capilla (todo el cementerio es una macabra obra de arte). Aun así, mi padre no se cortó a la hora de recordarme nuestra última conversación, preguntándome con aire orgulloso si me había pensado mejor su oferta. “No, papá, gracias. No necesito tu puta limosna.”

El funeral fue de lo más normal, de no ser: 1- Por las cámaras. Tal y como pensaba durante el trayecto, todas las cadenas habían enviado a sus aves de rapiña para que desmenuzaran la noticia. 2- Por las extrañas circunstancias que envolvían la muerte de Ricardo Villalobos. Antes de comenzar la ceremonia, toda la capilla se descomponía en cuchicheos en voz apenas audible pero, cuanto menos, indecorosos. 3- Por el lugar donde estaba yo sentado. Como apunté ayer, GMA ha mantenido siempre una estrecha relación laboral con la familia Villalobos. Gracias a esto (o por su culpa) mi padre y yo nos encontrábamos a un par de bancos de distancia de una leyenda viva de la economía española: José Antonio Villalobos.

Al empezar el sepelio, llegaron también los tenues sollozos de familiares y amigos más cercanos que yo, y no tuve más remedio que agachar la cabeza para que mi abstracción no se hiciera evidente. Vivía el funeral como he estado viviendo cada acontecimiento de mi existencia desde que Gemma se fue… o mejor dicho, desde que sucedió lo que provocó su marcha. Incluso este mismo instante, mientras escribo esto, no puede ser más artificial.

Puede que el Valium tenga algo que ver.

Poco antes de terminar la ceremonia, el patriarca de la familia Villalobos se acercó al altar y recitó un sobrio panegírico, con la misma emoción con la que habría enunciado el contenido de un prospecto de Aspirina. Mientras leía, yo me dediqué a examinarle con detenimiento. El industrial de sesenta y cuatro años era alto, en torno al metro noventa, y tenía un porte esbelto y firme. Su cabeza cuadrada estaba enmarcada por una mata de pelo negro peinada con una perfecta raya a la izquierda, aunque sus sienes ya eran más plateadas que oscuras. Bajo dos pobladas cejas, sus diminutos ojos azules recorrían con firmeza cada línea del texto. Tenía también una nariz prominente que me recordó a la de Marlon Brando, y unos labios finos rodeados por no pocas arrugas de expresión. Su aspecto era enérgico y pulcro, y bajo su monocorde tono de voz se escondía un matiz potente y autoritario. No podía tener más aspecto de líder.

Pero lo que resultaba más llamativo, como ya he dicho, era su tono a pesar de las circunstancias. Mientras el resto de la familia se mostraba, como mínimo, comedidamente triste, él no solo se mantenía estoico, sino que parecía no costarle ningún esfuerzo hacerlo.

Esto hizo que me acordase de Ricardo. Era un chico físicamente muy parecido a su padre, pero nunca le había visto comportarse como él. Era atractivo, gracioso y vital. Una de esas personas que se convierten inevitablemente en el centro de atención. El alma de la fiesta.

En aquel momento incluso estuve a punto de echarme a reír. Era absurdo. Ricardo de cuerpo presente, y yo mordiéndome el labio inferior para no soltar una carcajada y procurando mimetizarme con el ambiente del funeral.

De todas formas, esto carece de importancia. Fue después cuando las cosas empezaron a adquirir un matiz desconcertante.

Al salir de la capilla, en la misma puerta, durante los breves instantes en los que esperábamos a que todo estuviese listo para el entierro, tuvo lugar ante mis incrédulos ojos una pequeña conversación entre mi padre y el mismísimo señor Villalobos. Después de las presentaciones, momento en el que extendí una tímida mano para estrechársela a un enérgico amo y señor del grupo VSL, empezaron a tratar temas sin aparente importancia en ese momento, relacionados con la lectura del testamento de Ricardo, que tendría lugar en más o menos un mes, y que, curiosamente, no había gestionado la firma de mi padre.

¿Testamento? ¿Para qué iba un hombre de treinta y cinco años, sin mujer y sin hijos, y que aún no había recibido la mayor parte de su patrimonio potencial, a hacer testamento?

Tenía a José Antonio Villalobos a pocos palmos de mí, hablando con mi padre como si estuviese en su despacho, y lo único que podía hacer era morderme la lengua para no acribillarle con más preguntas de las que habría sido educado realizar. Por algún motivo, me sacaba de quicio verle tan recto y sereno. Ni siquiera mi padre se comportaría de esa manera en mi funeral. Bueno, no lo sé… puede que se pasase horas mirando al ataúd con desprecio y murmurando algo así como “mira que morirse… si es que hay que ser torpe”.

El caso es que me moría de ganas por saber si el titular de “Ricardo Villalobos asesinado” que aparecía en los medios de una forma cada vez menos dubitativa era cierto. Y solo tenía cerca a una persona a la que pudiese preguntar, hablando de negocios delante de mí con una tranquilidad insultante. Y encima se trataba del hombre al que menos me apetecía mencionar el tema.

Por suerte, conseguí superar las exequias sin meter la pata, aunque eso conllevase volver al coche con un millón de preguntas en la cabeza. Y así es como he llegado a casa. Queriendo saber si de verdad han matado a Ricardo, por qué lo han hecho, por qué no tramitó el testamento con la firma de mi padre, por qué demonios se hizo un testamento…

De entre todo el mar de dudas, solo he podido pescar una certeza: antes de morir, Ricardo sospechaba algo.

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